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Con 12 años dejó la escuela para ayudar a sus padres en la cosecha

Manuel abandonó la primaria y luego gracias a una organización, pudo retomar sus estudios.

En marzo comienzan las clases, pero en muchas regiones del país, también las cosechas. En Santa Lucía, provincia de Tucumán, es época de recolectar limones. Lo hacen hasta agosto. Desde chiquito, cuando llega esta época,Manuel  se cuelga un morral al hombro y acompaña a su papá a la chacra en la que trabaja como peón. Se levantan temprano y mientras él carga el morral con hasta 50 kilos de limones, su papá, subido a una escalera, recolecta más limones y los arroja al morral. Cuantos más cosechan, más fichas suman. La cantidad de fichas define lo que cobrarán el fin de semana. Así es la paga. Tremenda historia de vida.

"Al tercer día ya no doy más, estoy agotado, me duele todo el cuerpo. Ni ganas de salir con mis amigos me quedan", le confió Manuel, de 16 años, a un docente de la zona. Además, le explicó que hace esta tarea desde niño.

"Trabajar en la unidad productiva familiar aparece como un patrón general en las áreas rurales. A muy temprana edad realizan una tarea que puede tener una carga importante y que sumado a cuestiones de infraestructura o de distancia hacen que abandonen la escuela", explica el coordinador en Argentina de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Matías Crespo Pazos, que investiga el impacto de las políticas públicas para erradicar el trabajo infantil.

Las manos lastimadas, los ojos cansados y el bostezo que reemplaza la sonrisa. Se quedan dormidos en rincones del aula y en los recreos. Se pelean mucho porque están irritables. Esa es la realidad de muchos de los chicos y chicas que trabajan. En la Argentina, lo hace 1 de cada 10 niños, niñas y adolescentes de 5 a 15 años. Muchos llegan, con dificultad, a terminar la escuela primaria.

"¿Para qué vas a estudiar si después te vas a dedicar a la cosecha?" es la pregunta que empieza a resonar en sus cabezas cuando llegan a la adolescencia. Muchos padres los alientan a trabajar y otros simplemente no insisten con que sigan estudiando. Se necesita el dinero. Otros, en cambio, quieren que sus hijos logren lo que ellos no pudieron, pero las necesidades económicas los abaten y terminan dándose por vencidos.

En las zonas rurales, la cifra de niños, niñas y adolescentes que trabajan se duplica y 2 de cada 10 infancias son mucho más cortas que las de los demás niños del país.

"El trabajo infantil está muy naturalizado, mucho más aún en las zonas rurales. No se lo ve como una problemática. Culturalmente es algo aceptado en las familias y se transmite de generación en generación", explica Jorge Barrera, profesor de Lengua y Literatura en una escuela secundaria de la ciudad de Santa Lucía, provincia de Tucumán.

Jorge es coordinador de Punto Joven, un programa que ofrece apoyo escolar y actividades culturales a niños, niñas y adolescentes de esa localidad. Fue propuesto y creado por DyA, una organización especializada en prevención y erradicación del trabajo infantil en la agroindustria, minería y basurales.

"Los chicos no ven en la educación formal un futuro económico mejor. Cuesta mucho convencerlos de la conveniencia de estudiar para progresar, porque los padres tampoco lo vivieron así", explica Juan Carlos Mareco, trabajador social y referente de DyA en la provincia de Misiones.

Mareco vive en Posadas pero trabaja por diferentes ciudades de la provincia. Se dedica a revincular a los chicos con la escuela y va casa por casa a visitarlos. En el marco del programa PAR (Producción Agrícola Responsable) y en articulación con la empresa tabacalera Blasa, se puso en contacto con varias historias de niños, niñas y adolescentes, entre 12 y 18 años, que pertenecen a familias del lugar y que habían abandonado sus estudios.

En la ciudad de San Pedro, Mareco conoció a Felipe, de 12 años en aquel momento. Había decidido no seguir estudiando y se dedicaba a "hacer changas" con varios compañeros de escuela y también a ayudar a sus padres en la cosecha del tabaco.

San Pedro, como toda esa región, tiene unidades pequeñas de producción de tabaco y es una cosecha muy dura y difícil, que requiere hacerlo entre muchos y en poco tiempo. "Cuando supimos de él, lo fuimos a visitar a la casa. La primera vez, no estaba, pero no nos dijeron que estaba trabajando. La segunda vez, ya nos esperaba y vimos que la escuela había pasado a un segundo plano para él. Decía que no iba porque le quedaba lejos. Nosotros no lo presionábamos, sólo le contábamos las posibilidades que se estaba perdiendo y eso lo fue convenciendo de regresar", explica Mareco.

Felipe tiene hoy 14 años y asiste a una escuela agrotécnica que queda a una larga distancia de su casa, por eso vive allí semana por medio. Está acostumbrado a la vida rural, le gusta y no tiene deseo de irse de la colonia en donde vivió siempre, aunque sí quiere seguir estudiando. "Estoy feliz de haber vuelto a la escuela. Me reencontré con varios compañeros de primaria", le dice a LA NACION a través de la pantalla de la computadora, desde un salón de la escuela, donde se escuchan voces a su alrededor.

De pelo corto, piel muy blanca, ojos oscuros y una sonrisa tímida, Felipe explica que al terminar el primario, prefirió ayudar en la casa o hacer changas, pero que eso lo dejaba muy agotado. "Cuando me cruzaba con chicos de mi edad que caminaban hacia la escuela mientras yo me iba al trabajo, me daban ganas de volver, pero sentía que ya era tarde, que no iba a poder", dice con cierta vergüenza. "A veces estaba enojado y no sabía por qué. Ahora me siento muy contento de estar acá", añade.

Ama las motos y sueña con tener un taller donde desarmarlas y arreglarlas. Es el principal medio de transporte en las ciudades del interior del país. A través de la pantalla, sonríe cuando habla de ese tema y mira hacia el piso ante la pregunta de si extraña su casa. "Sí, mucho. No hay como la comida de la casa, ¿no?", dice mirando al costado. En su familia hay un solo celular y habla, diariamente, sólo con su papá, porque es el que se lo lleva cuando sale a trabajar.

Precariedad e informalidad laboral, bajos ingresos, falta de controles en los lugares de trabajo, vías de comunicación en mal estado y escasos medios de transporte son algunas de las razones que enumeran los expertos como fuertes obstáculos en la erradicación del trabajo infantil. La mayoría de los chicos y sus familias explican que la salida laboral en la infancia es por necesidad económica. Así lo hicieron los padres, los abuelos y todas las generaciones.

El trabajo infantil está prohibido por la Ley 2.390 y el trabajo adolescente (16 y 17 años) está protegido y permitido, siempre y cuando esté autorizado por los padres y se garanticen determinadas condiciones: que no afecte la asistencia escolar y no exceda las 36 horas a la semana, entre otras condiciones.

La mayoría no respeta la ley. Se ausentan de la escuela durante semanas y, a veces, meses. Los dueños y encargados de los establecimientos rurales en donde estos niños trabajan conocen la situación y no la denuncian. La gente sabe que los niños entran y salen de las chacras o campos, por lugares secretos, para no ser vistos, con el aval de todos los que trabajan ahí. Si saben que habrá inspección, los hacen escaparse o esconderse.

La salud de estos niños también corre peligro. "En los estudios que hicimos, aparecía mucho la pérdida del tiempo de juego, el cansancio físico. Me decían: "Por trabajar no pude jugar, estaba cansado, me costaba terminar la tarea", dice Matías Crespo Pazos, de la OIT. Esto mismo también lo notó Laura Baez, profesora de educación física, que, a partir de 2019, comenzó a dar talleres de juegos a niños en la ciudad de Jardín América, en la provincia de Misiones.

Un niño bien alimentado, que va a la escuela, se diferencia mucho del que tiene preocupaciones, que no sabe qué va a comer mañana. Un niño que va a trabajar a la chacra, se nota, porque está más cansado, es más bruto al hablar, genera pelea, territorialidad", describe Laura, a partir de los talleres que da los sábados a la mañana en los SUM de las escuelas de la ciudad. "Cuando jugamos con ellos, charlamos, nos cuentan sus cosas. Y cuando yo les enseñaba sobre los derechos de los niños, algunos me decían ‘mi derecho es cuidar a mi hermano’. Esa es su realidad, no lo ven como una obligación o como algo que les quita un derecho", añade.

Laura remarca que no son niños muy habladores, que dicen todo con sus miradas y que de la nada les nacen ganas de pelear. "Las familias tareferas (las que cosechan yerba mate) salen todas juntas a trabajar y se van por bastante tiempo. Allí, muchas veces, los adolescentes hacen amistades y también parejas. Forman familias muy jóvenes y esa es otra de las razones por las cuales tampoco vuelven a estudiar", explica.

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